Llegando a la caseta de recepción del recinto de Giza, las dos pirámides más cercanas acaparan la vista. La policía vigila montada en camello, lo que da un ambiente pintoresco y nos transporta a siglos anteriores.

La entrada a la gran pirámide está limitada a las 100 primeras personas, por ello, desde antes de la apertura del recinto, se forman colas en la taquilla para conseguir una de las entradas. Es un momento de caos, cuando se juntan en la estrecha entrada los vehículos ligeros, autobuses con turistas y éstos mismos a pié después de conseguir la ansiada entrada.

Las zonas arqueológicas de Egipto son muy extensas y la aglomeración de gente se muestra en puntos muy localizados donde los guías gritan su continua verborrea. Fuera de esos lugares, se puede pasear en soledad por los mejores rincones.

La mañana permitió dar largos paseos alrededor de las pirámides y visitar mastabas en los cementerios este y oeste.
El lugar está cambiando debido al estrecho control que ejerce la policía sobre todas las actividades de las gentes locales. Impiden que los niños persigan a los turistas con intención de robarles algún objeto, en la confusión del tumulto que ocasionan, evitan el acoso de vendedores ambulante, y los camelleros permanecen a la espera a clientes en lugar de imponer sus servicios.

Se ha impuesto una nueva moda entre los camelleros. Al impedir la policía la búsqueda abusiva de clientes en la zona arqueológica, salen a captarlos a las calles que conducen hacia ella, lanzándose sobre los taxis que llevan a los turistas para ofrecer sus servicios de una forma casi obligada, corriendo junto al taxi entre los coches, para no perder al incauto cliente que han oteado.

En los diez años transcurridos desde mi primera visita a Egipto, El Cairo ha cambiado ligeramente. El tráfico está igual de mal, o peor; ahora cualquier trayecto conlleva su atasco. Las calles están colapsadas de vehículos y es milagroso que se pueda avanzar, aunque sea escasos metros. El tráfico sigue siendo igual de caótico; los vehículos se cruzan y cambian de sentido apoyados por la ausencia de semáforos.Los escasos semáforos que existen no son respetados.

El principal cambio que se observa es la pérdida de la costumbre que tenían de tocar el claxon en todas las ocasiones: para avisar antes de adelantar, para criticar la acción de otro, para avisar de un cruce por delante de los demás... Cierto que esta costumbre ya se había perdido en mi anterior viaje, pero en el primero, el concierto de vehículos era permanente día y noche, y era capaz de hacer perder los nervios a cualquiera.

Otra de las costumbres que se ha amortiguado, es el tradicional y viejo deporte de acoso y timo del viajero.
En el conocido libro Mil millas Nilo arriba de la victoriana pionera Amelia B. Edwards, ya cuenta como en el siglo XIX, cuando llegaban a algún poblado durante su travesía por el río, eran asediados por la población para venderles cualquier tipo de producto. En esa época, y para esa forma de viajar, era necesario abastecerse de alimentos durante la larguisima travesía (varios meses).

Hoy en día, los asedios no son tan pegajosos como en años anteriores. También hay que decir que tenemos más experiencia en el trato con los nativos y es más fácil deshacerse de ese tipo de relación y disfrutar de la auténtica y verdadera amabilidad y hospitalidad de los egipcios, que se hace más presente en aquellas zonas donde no hay tanta presencia de visitantes.

La zona de Saqqara cuenta la novedad de un museo del sitio que tanta falta hacía. No es muy grande pero cuenta con piezas sorprendentes y, sobre todo, dispone de un hemiciclo con una maqueta que ayuda a entender mejor la distribución de tumbas y pirámides, porque la inmensidad del sitio hace difícil la orientación, incluyo a los que ya lo han visitado.

Para el turismo de masas, la visita se concentra en la pirámide de Djoser y su estructura, aunque ha sido limitada y no se puede recorrer algunos espacios que lo hacían hace unos años.

Todo el sitio tiene un interés excepcional y reúne las mejores y más decoradas mastabas. Sin embargo, hay que preguntar cuales están abiertas ese día, e incluso acudir a verlas acompañado del guarda con las llaves, porque sus visitas no son muy abundantes.

La tumba sur del recinto de Djoser tiene un friso de cobras muy particular para la época en que se elaboró.

Cuando íbamos a abandonar el hotel, la recepción estaba llena de personas ataviadas con sus mejores vestidos. Pronto comenzó una procesión de músicos encabezada por un gaitero, con una gaita similar a la gallega, probablemente herencia de la gaita escocesa durante la ocupación inglesa. Después seguían violines y otros instrumentos locales. Al final, el estruendo provocado por la percusión.

Detrás de de todos venían los novios. La recepción se convirtió en una improvisada pista de baile, donde solo bailaban los hombre con ellos mismos, delante de los novios que recibían el agasajo de todos. Tras largos minutos de fiesta, los músicos comenzaron a desfilar, en el mismo orden de llegada, hacia el restaurante, seguidos de los novios, invitados y algún que otro huésped curioso.